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Homilies | Saturday, June 24, 2017

'Preparando el camino al Salvador'

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El Arzobispo Thomas Wenski predicó esta homilía durante la celebración Eucarística por la Solemnidad de la Natividad de San Juan Bautista, y en el 20 aniversario de su nombramiento como obispo. Estaban presente en la Misa los miembros de la Soberana Orden de Malta. La Misa se celebró el 24 de junio de 2017 en la Catedral de St. Mary.  

Estimadas damas y caballeros de la Soberana Orden de Malta; hermanos y hermanas: 

Hoy la Iglesia celebra la festividad del nacimiento de San Juan Bautista, aquel que no merecía desatar las sandalias del Señor pero que es ensalzado como “el más grande de los nacidos de mujer” (Lc. 7, 28); un elogio que no dedica Jesús a ninguno de los grandes profetas del Antiguo Testamento. El Señor pondera de esta manera su condición de precursor y la elección de que ha sido objeto desde el vientre de su madre para la misión que Dios le encomienda: anunciar la llegada del Mesías esperado, no ya como una profecía de futuro sino como una inminente realidad, visible y palpable para el pueblo de la alianza. Y es que Juan posee una enorme grandeza espiritual y al mismo tiempo la humildad de quien sabe reconocerse un enviado; un instrumento dócil de la voluntad de Dios. Una voz al viento al servicio del que sí es la Palabra, a quien quiere proclamar sin esperar reconocimiento, asumiendo con fortaleza las consecuencias de persecución y martirio que dicho anuncio le habría de ocasionar. 

Porque esa es su misión: preparar el camino al Salvador y mostrarlo a los hombres: “He ahí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (Jn. 1, 29). Hermosas palabras con la que Juan muestra a sus discípulos el Mesías verdadero, ese que debe crecer mientras él disminuye. Palabras que a diario encuentran eco en nuestros corazones, pues, introducidas en la liturgia de la Iglesia desde el siglo VII, son repetidas cada vez que celebramos la Santa Misa. Palabras de Juan el Bautista, atesoradas por la Escritura y la Tradición que nos recuerdan el carácter profético de nuestro bautismo y el compromiso personal de proclamar a Cristo comenzando en la propia familia y pasando por todos los lugares donde desarrollamos nuestra vida diaria. 

En la primera lectura Isaías nos recuerda cómo Dios escoge a su siervo desde el vientre materno: “Estaba yo en el vientre, y el Señor me llamó; en las entrañas maternas, y pronunció mi nombre” (Is. 49, 1). Una muestra elocuente de la iniciativa en el amor y de la completa gratuidad de la llamada de Dios. Como nos recuerda el apóstol Juan en su primera carta: “En esto consiste su amor: no hemos amado nosotros a Dios, es El quien nos ha amado” (1 Jn. 4, 10). Y así también es escogido por Dios Juan el Bautista mucho antes de su nacimiento, para mostrar la naturaleza de su elección divina. Cómo olvidar la manera en que saltó de gozo en el vientre de su madre Isabel cuando recibió el saludo de María. Signos portentosos, como escuchamos en el Evangelio, y que manifiestan el prodigio de su elección y de su futura misión: “Todos los que lo oían reflexionaban diciendo: “¿Qué va a ser este niño? Porque la mano del Señor estaba con él.” (Lc. 1, 66).

Hermanos y hermanas, también cada uno de nosotros, desde nuestra vocación particular y por iniciativa amorosa de Dios, hemos sido elegidos como Juan para ser profetas de la verdad y la esperanza cristiana, a tiempo y a destiempo, en este árido desierto que puede llegar a ser la sociedad actual. Y todos hemos sentido en algún momento de nuestras vidas esa llamada de Dios invitándonos a ser sus profetas, y más allá de nuestras limitaciones humanas, proclamar su Palabra y mostrar sin temor  quién es el verdadero Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Se trata de una elección y un envío que se deben de acoger con la ejemplar humildad del Bautista, siempre concientes de llevar un tesoro en vasijas de barro. En efecto, el Señor nos llama a anunciar su Reino en medio de los hombres y a denunciar todo aquello que se le opone; pero nos envía en medio de ellos, no a juzgar ni a condenar, sino sirviéndoles con humildad y mostrando a través de nuestras palabras y acciones el rostro misericordioso del Buen Pastor. 

Hace veinte años, un día como hoy, fui nombrado obispo auxiliar de esta misma arquidiócesis que hoy presido. Un nombramiento ocurrido en un día sin dudas muy especial; toda una invitación divina a contemplar la figura de Juan el Bautista como modelo de todo ministerio dentro de la Iglesia, y especialmente del servicio episcopal. Un servicio de enseñar, santificar y guiar al Pueblo de Dios como sucesor de los apóstoles, para actualizar entre los hombres la presencia redentora de Cristo. Una misión profética que se ha de ejercer con humildad, siendo voz del que es la Palabra, Jesucristo el Señor, y también siendo la voz de tantos que en nuestra sociedad no tienen voz, como los no nacidos, o como muchos inmigrantes que conviven con nosotros. 

Porque el obispo es la voz de Cristo, a quien debe anunciar como lo hizo Juan, a tiempo y a destiempo, a veces en los desiertos de una sociedad que exalta la cultura de la muerte y la exclusión, y pretende relegar a la marginación social el mensaje de la verdad y los valores cristianos. Esta misión, que en ocasiones implica incomprensión y rechazo, estará necesariamente marcada por el signo de la cruz; esa cruz de la que siempre es fiel recordatorio el pectoral que el obispo lleva sobre su pecho. Como lo ha expresado el Papa Francisco: “Uniéndose a Cristo en la cruz de la entrega auténtica de sí, hace brotar para la propia Iglesia la vida que no muere. La valentía de morir, la generosidad de ofrecer la propia vida y de entregarse por el rebaño están inscritos en el “ADN” del obispo” (Papa Francisco a la Congregación para los Obispos, Roma, 27 de febrero de 2014).  

Que la gracia de Cristo, la oración de ustedes y el firme testimonio de Juan el Bautista me ayuden en esta misión profética al servicio del pueblo de Dios a mi encomendado. Que su ejemplo de humildad, que hoy recordamos, me anime siempre a hacer realidad las palabras que un día escogí como lema de mi ministerio episcopal: “Omnia ómnibus”; todo para todos (1 Cor. 9, 22). Así sea.

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